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Reseña en Déjame leer en paz

“Hormigas en la playa”, por Rafa Moya.

“Hormigas en la playa” es una de ésas historias que uno nunca esperaría encontrar tras su apariencia. Una de ésas a la que llegas por recomendaciones, de oídas, pero a la que quizá nunca habrías llegado por ti mismo. Bajo su aspecto algo anodino, tras un título no demasiado sugerente, uno no espera darse de bruces con una de ésas historias que actúan como espejo de nosotros mismos. Es inevitable encontrarse en la novela de Rafa Moya, en alguno de sus personajes y en sus obsesiones y frustraciones. Algo así como mirarse en un espejo de feria, de los que devuelven la imagen deforme pero reconocible de uno, en este u otro tiempo.

El reencuentro de Eric y Pau, treinta años después de los tiempos de instituto, supone para el primero el retorno a las obsesiones de antaño, a la necesidad de poseer, orquestar, dirigir. La relación de Eric y Pau, que se puede leer como romántica, como platónica o como una simple pasión mal comprendida, no volverá a ser como entonces, a pesar del empeño de Eric.

Un planteamiento mil veces visto, una sinopsis que nos puede llevar a error, porque lo mejor de “Hormigas en la playa” no es lo que cuenta sino cómo lo hace. Es la forma en la que Rafa Moya consigue que la frustración empape cada palabra, el modo en que te causa cierto malestar, una irreconocible incomodidad, porque nos jode que dentro de nosotros haya un poco de sus personajes.

En esa atmósfera sucia, compleja, oscura, tiene mucho que ver la Barcelona que el autor dibuja, alejada de la ciudad cosmopolita y vibrante que vemos desde fuera. La ciudad de Eric y Pau es un lugar gris, aquejado de una superpoblación de seres idénticamente aburridos, habitantes replicantes de un mecanismo mecánico, donde todos se mueven a las horas previstas, saliendo y entrando de soñadas jaulas de oro.

Siempre hay un pero, claro. Siempre hay que tratar de encontrar un pero. Quizá en su desarrollo, la trama es a veces algo irregular, en ocasiones decae el ritmo y uno se asfixia un poquito entre sus páginas. Es cierto también que a veces uno piensa que los recursos de Eric son demasiado sofisticados e inagotables. Todo eso lo piensa uno, como lector, pero se le olvida cuando cierra la última página, tras ése final perturbador, abierto y cerrado a un tiempo, que uno se queda masticando durante días. Un cierre que deja muy buen sabor de boca y eleva la sensación final que queda, dejándote convencido de que has leído una muy buena historia.